viernes, 20 de febrero de 2015

El último evento

Una pequeña habitación silenciosa de un viejo hospital en una fría noche de invierno. El peor momento para irse.
Ocupando la cama en el centro de la habitación, un moribundo. Alrededor, su familia, apenas susurrando; las conversaciones apagándose rápidamente como lo haría un fuego abandonado a la intemperie, afuera.
- Están todos - habló el moribundo, abriendo los ojos, sorprendido - vinieron todos. - dijo lentamente, arrastrando las palabras - hoy nos encontramos, juntos de nuevo, para este evento. Este último evento, para mi - aclaró - ¡Me voy a morir!
Algunas sonrisas se dibujaron entre los asistentes ante la gracia del viejo - ¡No digas eso papá! - sentenció la hermana mayor - Dejá que hable tranquilo - peleó el hermano mayor.
- Me alegra verlos... iguales - continuó el viejo. Con esto quiso decir dos cosas. Se alegraba de verlos a todos: a sus hijos, a sus nietos, a los esposos y esposas de sus hijos. Su mujer no estaba ahí, la extrañaba, la extrañaba tanto como el día que la vio por última vez cuando ella se fue, antecediéndolo. Y se alegraba de ver a sus hijos mayores hablándose como siempre, la misma dinámica que nunca había cambiado, porque "la esencia de una persona no cambia a lo largo de la vida", pensó el viejo. Ahora él estaba enfermo y su característica verborragia elocuente estaba acotada; ahora sus pensamientos seguían fluyendo como un torrente caudaloso, pero su cuerpo no le dejaba expresarlos en totalidad y completitud. Confiaba, sin embargo, en que el resultado fuera el mismo. Sus hijos sabían esto, le entendían hablar, porque lo conocían; y hasta cierto punto, eran como él.
- Ustedes mañana se quedan, yo me voy hoy.
- ¿Qué dice el abuelo? - se escuchó decir extrañado a un nieto. Esto al viejo le sacó una risa exhalada.
- Gracias por venir - finalizó, suspirando.
El hijo mayor se movió en su silla, incómodo. La hija mayor le sostenía la mano, con lágrimas en sus ojos, y la menor lo miraba fijamente, también emocionada, sentada al pie de la cama. En total eran tres.
El hijo se paró cuidadosamente y caminó hacia la cama. Tocándole suavemente la pantorrilla a su padre por sobre la sábana, le indicó con un gesto - Descansá papá.
Se escuchó decir a una de las mujeres a los pequeños: - Vengan, vamos que el abuelo necesita descansar - con lo que acto seguido la reducida multitud, excepto los hijos del enfermo, abandonó la sala.
Cuando se hubieron quedado solos, el padre se dirigió a los hijos:
- Tengo miedo - dijo, mirando a su hija más grande - pero estoy orgulloso de ustedes - ante la mirada de su hijo - y los quiero - dijo mirando a su hija menor.
- Nosotros también te queremos y estamos orgullosos de vos - habló la hija menor, callada pero sensible, con mucho amor y un dejo de sorpresa, y afirmación - Sí - confirmaron a destiempo los otros dos hermanos. En ese breve segundo, se quisieron mucho y sintieron una melancolía que sólo podía provenir del futuro.
- He amado, y he sido amado - declaró el viejo - extraño mucho a su madre - desvió la mirada, y tras una pausa - Tengo sueño.
- Bueno, te dejamos dormir - tensó la hija mayor.
Los tres hijos se retiraron y se quedaron en el rellano de la puerta, conversando a veces y en general sin hablar. La noche había enmudecido.
El viejo observó a sus hijos, de repente se habían alejado, parecían estar muy lejos. Se sintió solo. En esa habitación hacía frío, y todo lo veía de manera indefinida. Su vista se había nublado, le costaba mantener los ojos abiertos.
Entrecerrando los ojos, se quedo mirando una mancha en la pared, o tal vez era una grieta.

(inconcluso)

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