Algunas sonrisas se dibujaron entre los asistentes ante la gracia del viejo - ¡No digas eso papá! - sentenció la hermana mayor - Dejá que hable tranquilo - peleó el hermano mayor.
- Me alegra verlos... iguales - continuó el viejo. Con esto quiso decir dos cosas. Se alegraba de verlos a todos: a sus hijos, a sus nietos, a los esposos y esposas de sus hijos. Su mujer no estaba ahí, la extrañaba, la extrañaba tanto como el día que la vio por última vez cuando ella se fue, antecediéndolo. Y se alegraba de ver a sus hijos mayores hablándose como siempre, la misma dinámica que nunca había cambiado, porque "la esencia de una persona no cambia a lo largo de la vida", pensó el viejo. Ahora él estaba enfermo y su característica verborragia elocuente estaba acotada; ahora sus pensamientos seguían fluyendo como un torrente caudaloso, pero su cuerpo no le dejaba expresarlos en totalidad y completitud. Confiaba, sin embargo, en que el resultado fuera el mismo. Sus hijos sabían esto, le entendían hablar, porque lo conocían; y hasta cierto punto, eran como él.
- Ustedes mañana se quedan, yo me voy hoy.
- ¿Qué dice el abuelo? - se escuchó decir extrañado a un nieto. Esto al viejo le sacó una risa exhalada.
- Gracias por venir - finalizó, suspirando.
El hijo mayor se movió en su silla, incómodo. La hija mayor le sostenía la mano, con lágrimas en sus ojos, y la menor lo miraba fijamente, también emocionada, sentada al pie de la cama. En total eran tres.
El hijo se paró cuidadosamente y caminó hacia la cama. Tocándole suavemente la pantorrilla a su padre por sobre la sábana, le indicó con un gesto - Descansá papá.
Se escuchó decir a una de las mujeres a los pequeños: - Vengan, vamos que el abuelo necesita descansar - con lo que acto seguido la reducida multitud, excepto los hijos del enfermo, abandonó la sala.
Cuando se hubieron quedado solos, el padre se dirigió a los hijos:
- Tengo miedo - dijo, mirando a su hija más grande - pero estoy orgulloso de ustedes - ante la mirada de su hijo - y los quiero - dijo mirando a su hija menor.
- Nosotros también te queremos y estamos orgullosos de vos - habló la hija menor, callada pero sensible, con mucho amor y un dejo de sorpresa, y afirmación - Sí - confirmaron a destiempo los otros dos hermanos. En ese breve segundo, se quisieron mucho y sintieron una melancolía que sólo podía provenir del futuro.
- He amado, y he sido amado - declaró el viejo - extraño mucho a su madre - desvió la mirada, y tras una pausa - Tengo sueño.
- Bueno, te dejamos dormir - tensó la hija mayor.
Los tres hijos se retiraron y se quedaron en el rellano de la puerta, conversando a veces y en general sin hablar. La noche había enmudecido.
El viejo observó a sus hijos, de repente se habían alejado, parecían estar muy lejos. Se sintió solo. En esa habitación hacía frío, y todo lo veía de manera indefinida. Su vista se había nublado, le costaba mantener los ojos abiertos.
Entrecerrando los ojos, se quedo mirando una mancha en la pared, o tal vez era una grieta.
(inconcluso)